“…fuimos todos detenidos, siendo conducidos al Fuerte Silva Palma, en Valparaíso…”
Por Manuel Guerrero (*)
Cuando tenía 6 años, de la mano de mi madre y abuela -y con mi hermana de 1 mes-, fuimos a varios campos de concentración a buscar a mi viejo que estaba detenido desaparecido. Era el invierno de 1976. En parte de esa búsqueda, por una llamada telefónica misteriosa, nos enteramos que podía estar recluido en el campo de concentración de Puchuncaví.
En medio del toque de queda, con un pañal blanco de bandera, salimos de madrugada de Ñuñoa hacia donde creíamos estaba mi padre. Cuando llegamos al lugar venían micros atestadas de prisioneros políticos que dejaban el campo, pues se había acordado su liberación. No quedaba nadie. Hasta los puestos de venta que se habían improvisado se retiraban. Mi madre, sin embargo, tenía una confianza plena en que aquella llamada decía la verdad. Porfiadamente insistió al guardia del campo que nos dejara pasar. Él insistía en que no quedaba ningún preso en el sitio. Intempestivamente salió un jeep del campo. Mi madre me tomó de la mano, y junto a mi abuela y hermanita en brazos se paró frente al auto que iniciaba su marcha veloz. El vehículo se detuvo ante nosotros, corrimos a la parte trasera y ahí estaba mi viejo, delgado y demacrado, siendo apuntado por marinos armados.
Así fue como lo hallamos vivo, en medio de una operación que pretendía su desaparición definitiva. Como todas las instituciones del Estado y el Gobierno habían negado que estuviera detenido, pasamos a convertirnos en testigos incómodos. De modo que nos fuimos todos detenidos, siendo conducidos al Fuerte Silva Palma, en Valparaíso. Ahí nos recluyeron junto a marinos constitucionalistas que estaban siendo juzgados, por oponerse a reprimir, en Consejos de Guerra como “traidores a la patria”. Yo los miraba con curiosidad, pues no me coincidía la imagen de personal militar que también estuviera preso. Al tiempo, mi padre fue trasladado al campo de prisioneros de Cuatro Álamos y luego a Tres Álamos. Gracias a su hallazgo los servicios represivos tuvieron que declararlo prisionero político, lo que para él, en sus palabras, era “volver a la vida”.
Yo iba en 1° básico, en una escuelita pública de Ñuñoa – que conocíamos como “el gallinero”, pues todas sus ventanas estaban con rejilla-. La escuela estaba intervenida y el director era un Carabinero de uniforme. Mientras mi padre estaba preso en el campo de Tres Álamos yo debía marchar al son de marchas militares que el director del establecimiento ponía a todo volumen. Al salir de clases me iba caminando por Lo Plaza, desde Av. Grecia hasta la panadería Lido cerca de Eduardo Castillo Velasco, tocando el timbre de las casas, para vender la artesanía en cuero que hacía mi papá en el campo de concentración. Él era muy hábil en esto, pues de adolescente estudió, en régimen de internado, en la Escuela Normal Abelardo Núñez, donde incluso aprendió a embalsamar animales. La gente me miraba con una mezcla de ternura y temor, y en poco rato vendía esas valiosas piezas hechas a mano, con inscripciones suaves con la letra redonda de profesor primario de mi padre.
Los fines de semana iba a verlo al campo, y antes de ingresar nos separaban los militares armados a hombres de mujeres. Nos revisaban por todo el cuerpo, timbraban con un sello de la DINA -un puño de hierro-, las cosas que llevábamos, hasta que se nos permitía ingresar al campo. En cada esquina había una torreta con militares que nos inspeccionaban desde las alturas y apuntaban con sus metralletas. Durante varios años estos motivos fueron recurrentes en mis dibujos de infancia. Las torres y los militares (los cuchillos llegaron a mis pesadillas años después, para no irse jamás). Apenas estábamos en el interior del campo salían los presos de sus “carretas”, unas barracas de madera, en que “vivían” hacinados. Mi padre, aún con la bala alojada en su axila, nos atendía con dulzura, preparando sombra para mi hermanita América que apenas tenía 1 mes de edad (nació mientras mi padre estaba en cautiverio).
Tiempo después, ya asesinado mi padre en 1985, y habiendo salido por segunda vez al exilio, siendo adolescente pude visitar la casa de Ana Frank en Holanda. También fui a los campos de concentración nazi de Sachsenhausen y Buchenwald. En mi curso -hice el tercero y cuarto medio en Berlin-, tenía compañeros que eran nietos de sobrevivientes de los campos. Cuando hablábamos de nuestras experiencias, había un aire de familia en los recuerdos de infancia que les habían transmitido sus padres y lo que yo había vivido (como miles de hijos e hijas más en Chile y toda América Latina durante las dictaduras). La reiteración de las torretas, los guardias armados, los cercos con alambres de púa, los habitáculos hacinados, la vejación permanente.
Estando en Berlin, y ya habiendo aprendido el alemán aunque aún de manera básica, pude recibir a la querida Carmen Gloria Quintana en un recorrido que hizo por Europa llamando a la solidaridad internacional por Chile. Nos abrazamos hermanados en una comprensión de sobrevivientes de experiencias límites que es difícil procesar y poner en palabras. Estando con Carmen Gloria pasamos frente a la línea fronteriza entre Berlin occidental y oriental, habiendo en ambos lados militares armados. Nuestra reacción de incomodidad al verles fue semejante. Uno de los jóvenes militares reconoció a Carmen Gloria y le dijo que él estaba ahí para que lo que le hicieron nunca más volviera a ocurrir con nadie. Recordé a los marinos y militares del Fuerte Silva Palma prisioneros. ¿Podremos volver a confiar en instituciones armadas, luego que fueron funcionarios del Ejército, en el caso de Carmen Gloria, y de Carabineros, en el mío, que atentaron contra nuestras vidas? Y si esto nos toca tan profundo en nuestra experiencia de vida, mientras recorría los campos de exterminio nazis, pensaba en los hijos y nietos de los allí aniquilados. ¿Podrán alguna vez volver a confiar ya no tan solo en los militares, sino en la condición humana en cuanto tal?
Los campos de concentración y los campos de exterminio son el ejemplo ejemplar de lo que podemos llegar a realizar como seres humanos, organizadamente, si no transmitimos la memoria del horror, pero también de la heroica y sencilla resistencia de miles de miles de personas de todas las nacionalidades y credos, que sufren este vejamen moderno, pero que no apagan su humanidad. No todos se vuelven perpetradores, no lo olvidemos nunca. Siempre habrá quien, desde su conciencia moral o convicciones políticas, o simple compasión, es capaz de decir NO, aún en las peores circunstancias.
Soy un convencido -y por ello lucho por otra educación-, que tenemos que aprender a desobedecer, a asumir nuestra autonomía reflexiva y capacidad de hacernos cargo de nuestros actos. En las horas cruciales quienes desobeceden han salvado vidas. Tal vez sea contraintuitivo pensar así, normalmente la educación es vista como un modo de adiestramiento teniendo a la obedencia como valor. Yo creo lo contrario: desobecede cuando no te parezca algo.
Llénate de valor y coraje y di NO. Abstente de actuar si no estás seguro de la consecuencia que generará tu acción. Ese NO puede significar un SÍ a la vida y a la dignidad de seres que nos suponemos reflexivos y compasivos. Ni el exterminio ni las dictaduras se pueden explicar sólo en términos de las pequeñas acciones individuales. Pero aprender la desobediencia civil, la no cooperación con sistemas de opresión del color que sean, puede ser un paso. Pequeño, pero vaya que valioso. ¿”Obediencia reflexiva” tal vez? Desobedece la ley si es injusta. Desobedece la autoridad si atenta contra la dignidad de las personas y otros seres sintientes. Realízate en la resistencia a la práctica de la violencia cotidiana, simbólica y material, y llena tu vida de relaciones cooperativas y fraternas con otros. Que nunca nos pillen sin lazos.
Construir comunidad es lo más revolucionario, creo, que puede haber. Aquí y ahora. No mañana en una supuesta utopía. Aquí, a cada instante, frente a cada coyuntura. Abrazos, a 70 años de la liberación, por el Ejército Rojo, de Auschwitz. Seguimos.
_______________________________________________________________________________
(*) Manuel Guerrero es hijo de Manuel Guerrero, el profesor y dirigente asesinado por Carabineros de la DICOMCAR el 30 de marzo de 1985, en un caso que remeció los cimientos de Chile. Fue encontrado degollado y ultimado de un balazo, junto a Santiago Nattino y José Manuel Parada, en tiempos de la dictadura de Pinochet, en un campo cercano a Pudahuel. Allí, en su memoria, hoy se erigen tres sillas gigantes.
Este texto lo escribió para recordar los 70 años de la liberación del campo de concentración nazi de Auschwitz, por el ejército soviético. Putaendo Uno lo toma para mostrar que, en su mensaje, hay una verdadera lección de resiliencia.